¿Quién no se ha sentido alguna vez conmovido, turbado, exaltado, hechizado o arrebatado por las emociones y los sentimientos que despierta y desata la música? Desde la noche de los tiempos, viene atribuyéndose al arte de las musas toda suerte de propiedades que pueden alterar o condicionar el estado de ánimo e incluso la conciencia de sus oyentes. Presuntas cualidades que intuitivamente advertimos y apreciamos en algunas de las grandes obras de la música clásica occidental, y de cuyas virtudes se hace eco (y también se mofa) la cultura popular, sobre todo la comedia ?recuérdese a Woody Allen, en Misterioso asesinato en Manhattan (1993), proclamando: "No puedo escuchar a Wagner más que en pequeñas dosis. Si me excedo, enseguida me entran ganas de conquistar Polonia"?, y que ilustran cómo la música puede, en efecto, encarnar e inflamar toda suerte de pasiones y querencias.