Con Antropólogo de poltrona Juan Carlos Orrego entra de lleno en una tradición que
afirma que la información y el conocimiento están antes -y no después- de la creación. La
obra de Orrego se mueve entre la anécdota y la etnografía, entre la crónica y la reseña, el
retrato y la narración de viajes. Cavilación y peripecia, observación y movimiento marcan
la pauta de una prosa elegante y vivaz, que reúne las mejores virtudes del narrador y el
expositor. Por esto, su mayor ondulación alcanza las orillas del ensayo. Es en la
aproximación a este raro artefacto literario, que congrega el rigor del razonamiento y la
libertad de la metáfora, donde brillan sus mayores cualidades. Y una de ellas es
precisamente la que une la dialéctica fundadora entre dinamismo y contemplación, que
como dijo Lukács empieza con Platón, llega a su plenitud en Montaigne y, añadamos
nosotros, encuentra encarnación final en la antropología. Cuando el fundador del ensayo
dice que la constancia es una mutación menos viva que la inquietud no solo se refiere a
la afiliación de este género con una filosofía del dinamismo, sino también a una de las
grandes posibilidades de la literatura: alcanzar por vía de la imaginación y la
introspección el esplendor de lo vivido.